La huella cubana de un cooperante japonés.


Hace unos meses, un amigo cubano al que no había tenido la ocasión de ver desde hacía mucho tiempo, vino a visitarme desde Madrid y como evidencia de su afecto tuvo la delicadeza de regalarme una tetera japonesa de hierro colado. Su apariencia era tan imponente que más que una vasija para la preparación del té me recordó de pronto a una fortaleza o al casco de una armadura medieval. El hecho de que proviniera de Japón y la solidez de su factura despertaron mi curiosidad hasta el punto de que no pude resistirme al impulso de buscar inmediatamente su procedencia, y en la etiqueta que colgaba de su asa leí para mi sorpresa: Nambu Cast Ironware Morioka Japan Iwachu.

La palabra Nambu (南部) me resultaba muy conocida por dos razones, ambas estrechamente relacionadas con la historia de los samuráis.

Mutsu-no-Kuni
En primer lugar, Nambu era el nombre de un dominio fronterizo de Mutsu (陸奥), ubicado al extremo norte del archipiélago japonés y gobernado por señores tozama, el cual tenía históricamente la misión de vigilar a los ainus y de reprimir sus revueltas. En segundo lugar, Nambu fue precisamente el lugar de nacimiento de Nitobe Inazō (1862-1933), el autor de Bushido: The Soul of Japan (1900). Por lo visto, fue a partir del año 1817 que Nambu-han (南部藩) pasó a llamarse Morioka-han (盛岡藩), es decir, dominio de Morioka, pero debo aclarar que por una razón que explicaré más adelante, este nombre me era conocido incluso desde una etapa muy anterior, cuando todavía yo no sabía nada de Nambu ni de su lugar en la historia de los samuráis
Ahora bien, sobre el origen de la tetera de Iwachū (岩鋳) dice la tradición que en el año segundo de Manji (1659), Nambu Shiguenao (1606-1664), señor del dominio de Morioka, tomó a su servicio al maestro fundidor Suzuki Nuito, proveniente de Kōshū y a Koizumi Nizaemon Kiyoyuki, maestro calderero de Kioto, y promovió la producción de calderos para calentar el agua que se emplearía en la ceremonia del té, los cuales se hicieron famosos con el nombre de Nambugama (南部釜) y empezaron a ser utilizados en los intercambios de regalos tanto con el gobierno central de bakufu como con los otros dominios de Japón. Años más tarde, durante la época Hōreki (1751-1764), a instancias del señor Nambu Toshikatsu (1724-1780), el maestro Koizumi Nizaemon Kiyotaka disminuyó las proporciones del Nambugama y le agregó un pico y un asa para crear la tetera de hierro conocida como Nambutetsubin (南部鉄瓶), la cual desde ese mismo momento empezó a participar con igual éxito en las interacciones humanas de diverso tipo: desde las conversaciones y ceremonias celebradas en torno a tazas de té hasta los intercambios de regalos y de mercancías.
Mucho ha cambiado el mundo desde la época en que la tetera nambu tetsubin era producida en un taller artesanal de Morioka y circulaba sólo dentro de las fronteras de Japón. En la actualidad, las redes de circulación, comunicación, distribución e intercambio se han extendido y diversificado tanto, que hoy menos que nunca antes podemos afirmar que los momentos de inicio y fin del ciclo productivo, incluso de un objeto cultural tan singular como la tetera de Nambu, coincidan con los del proceso que transcurre apenas dentro de los muros de un taller. Empieza desde mucho antes y continúa aún mucho después, y en su producción participa un número cada vez más grande de personas de las más diversas nacionalidades del mundo.   
Pero ¿acaso no puede decirse lo mismo con respecto a la “producción” de cada ser humano? En mi caso, puedo afirmar que a mi formación como persona contribuyó en gran medida un japonés proveniente de Nambu como la tetera de Iwachū, nacido como Nitobe en la ciudad de Morioka.

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Matsuo Takeya (松尾威哉) empezó a enseñar idioma japonés en la Universidad de la Habana en septiembre de 1990, coincidiendo con el inicio mismo de una época de profunda crisis económica y social surgida en estrecha relación con la desaparición de la URSS y del campo socialista. Con la notable disminución del transporte público, la frecuente ocurrencia de apagones y la carencia de productos alimenticios, la vida cotidiana de los cubanos se hizo muchísimo más difícil; pero como enseña la sabiduría implícita en la palabra japonesa kiki (危機), en toda crisis, además de peligros hay siempre un entramado de nuevas posibilidades, y lo cierto es que la relativa intensificación de las relaciones entre Cuba y Japón fue uno de los hechos positivos que trajo consigo el llamado “período especial”.
Jardín japonés de La Habana
Es importante resaltar que a esta intensificación contribuyó no poco la labor personal del Sr. Kawade Ryō (川出亮) (n. 1927) entonces embajador de Japón en la isla, quien fue sensible a la solicitud del gobierno cubano de asesoramiento japonés en diversas esferas de la producción material y la educación, y gestionó con la asociación Japan Silver Volunteers (fundada en 1977) el envío a Cuba de un grupo de especialistas de variado perfil. Fue precisamente durante esta etapa que, en 1989, según el proyecto del artista Araki Yoshikuni (荒木芳邦) (1921-1997) se contruyó dentro del Jardín Botánico Nacional un jardín japonés, y que el profesor Matsuo Takeya empezó su curso intensivo del idioma en la Universidad de La Habana.  
No es que la lengua japonesa no se hubiera enseñado nunca antes en la isla, porque por lo visto al menos desde los años setenta existían ya aulas en las que se formaban traductores y personas interesadas en su aprendizaje, pero el profesor Matsuo traía un estilo muy propio y le confirió a sus cursos una dinámica única, muy a tono con su rica experiencia y su singular personalidad. Tenía una energía inagotable, una cualidad que en la cultura japonesa se asocia a la paciencia – ki ga nagai (気が長い) suele decirse en japonés -, un carácter firme, pero al propio tiempo afable, en el que la severidad disciplinaria se combinaba con un magnífico sentido del humor, y un enorme interés en comunicarse, en conocer a otras personas y otros pueblos, cualidades que hacían de él una persona de fácil trato.
Matsuo Takeya en su primera casa en La Habana
Tres años de los más difíciles pasó Matsuo enseñando japonés en la isla que Colón había confundido con Cipango, y durante todo este tiempo compartió con nosotros sus alumnos, no sólo su idioma, sino también su sabiduría, y hasta su casa y su mesa. Sus clases se efectuaban en un aula de la biblioteca central de la universidad habanera de lunes a viernes entre las 8:00 de la mañana y la 1:00 de la tarde. Durante todo el primer año estudiamos un manual sencillo, pero a la vez muy práctico, el Nihongo-no Kiso I y II (日本語の基礎Ⅰ・Ⅱ) que estaba destinado a los kenshūseis (研修生), es decir, los estudiantes que asistían en Japón a cursillos de adiestramiento técnico y profesional. Sin embargo, en el segundo año Matsuo nos sorprendió a todos cuando tras regresar de sus primeras vacaciones de verano, de su lugar de residencia, Yokohama, vino cargado de diccionarios etimológicos japoneses y de ejemplares, editados tanto en japonés, como en ruso, del libro La rama de cerezo ( rus.: Ветка Сакуры; jap.: 桜の枝』) escrito por el periodista y estudioso soviético de Asia, Vsiévolod Vladímirovich Ovchínnikov (1926), quien tras ejercer su profesión entre 1962 y 1968 en Japón había deseado introducir a los lectores de la URSS en el fascinante mundo de la naturaleza, la sociedad y la cultura japonesas. Para escoger este libro como texto básico, Matsuo había tomado en consideración la formación que sus alumnos habíamos tenido la oportunidad de recibir en las universidades de la URSS, pero es que además, él mismo en su adolescencia, durante sus años de estudio en la célebre Academia militar juvenil de Tōkyō (東京陸軍幼年学校) había escogido para cursar como lengua extranjera el ruso, y había tenido como profesor a un militar “ruso blanco”, emigrado a Japón tras el triunfo de la Revolución de Octubre.
Biblioteca Central, UH.
Para el tercer y último año de nuestra formación, el profesor Matsuo escogió un texto de nivel medio y superior titulado Asahi Shinbun no Koe wo Kiku (『朝日新聞の声を聞く』), que permitía el estudio vivo de la lengua, mediante la reflexión y la discusión en torno a temas actuales de la sociedad y la cultura de Japón. La última parte del curso estuvo dedicada a un minucioso estudio en japonés de la gramática japonesa y a la redacción, también en japonés, de una tesina sobre este tema como requisito indispensable para nuestra graduación.
Ahora bien, debo aclarar que durante nuestros años de aprendizaje con Matsuo ni nuestro estudio del japonés se limitó al aula universitaria, ni nuestra formación a una forma de simple instrucción. Como decía el poeta cubano, de padre valenciano y madre canaria, José Martí (1853-1895), “la educación empieza con la vida y no acaba sino con la muerte”, y es que con Matsuo uno no aprendía únicamente un idioma, sino que asimilaba valores, y esto se hacía posible no sólo gracias a la poderosa influencia de su conducta ejemplar, sino también al hecho de que utilizaba constante y magistralmente el único recurso mediante el cual los valores pueden ser transmitidos: el diálogo con el estudiante, y hay que reconocer que su desempeño en este sentido era tan eficiente que a pesar de que él sabía poco de español y nosotros nada de japonés no demoramos mucho en llegar a comunicarnos perfectamente.
Visión de La Habana de Etsuko Matsuo
Para que se tenga una idea de su afabilidad, su capacidad de diálogo y su sentido de la responsabilidad: durante todo el primer año de nuestros estudios, aparte de las clases que se desarrollaban de lunes a viernes, Matsuo tenía la amabilidad de recibirme en su casa los sábados en la mañana. El propósito de estos encuentros era que estudiáramos juntos en japonés la historia de Japón con vistas a que en algún momento pudiera llegar a aprender yo filosofía en alguna universidad japonesa. Como texto básico para  nuestras conversaciones durante este tipo de encuentros “informales”, Matsuo había escogido la edición bilingüe del libro Chronology of Japan (1987), pero también un conjunto de artículos periodísticos editados en japonés sobre filósofos contemporáneos tan importantes como Shimomura Toratarō (1902-1995) e Izusu Toshihiko (1914-1993). Por otra parte, había traído de Japón muchos casetes de video con películas y series televisivas (テレビドラマ) que todos sus alumnos veíamos y discutíamos en su compañía, y que constantemente pasaban de mano en mano entre nosotros. Conociendo que en su juventud había alcanzado el grado de cinta negra en Kendō y en Jūdō, en una ocasión le invité a que impartiera una conferencia sobre su experiencia en el arte del sable, en los marcos de uno de los seminarios teóricos del Instituto Superior de Arte (ISA) de La Habana. Matsuo conversó animadamente con los asistentes durante dos horas, en las que incluso mostró algunos movimientos con ayuda de una rústica katana de cartulina de su propia confección, y hacia el final no pudo evitar que se le salieran algunas lágrimas cuando recordó cómo en su juventud había acudido a despedir a un joven kamikaze quien con solemne sonrisa se disponía a emprender su viaje sin retorno al amanecer…
Antes de regresar definitivamente a su país, el profesor Matsuo hizo todo tipo de gestiones para dejar inaugurado el Centro de Cultura Japonesa en la sede del Centro de Estudios de Asia, África y Oceanía (CEAO) de Cuba, organizó grupos de enseñanza del japonés en la Universidad de La Habana y en el ISA, y se ocupó personalmente de que todos sus discípulos pudiéramos estudiar en Japón. Nunca olvido la noche de agosto de 1993 en la que, después de muchas horas de vuelo, llegué por fin al Dayamondo Hoteru de Tokio, en el inicio de una estancia de estudios de catorce meses, patrocinada por la Fundación Japón. Tan pronto entré con mi equipaje en la habitación, abrumado, me senté a reflexionar: tenía en el bolsillo apenas veinte dólares que meses atrás el propio Matsuo me había dado antes de regresar definitivamente a Yokohama, el corazón lleno de incertidumbre del principiante que llega para una estancia prolongada a un país con una cultura y un sistema social totalmente diferentes de aquellos en los que se había criado, y la mente repleta de preguntas acerca del reto que enfrentaba. No pasaron cinco minutos, cuando de pronto sonó el teléfono y al levantar el auricular fue como si todas las brumas del comienzo se despejaran de un golpe: “Pita, bienvenido a Japón. Por favor, vaya al restorán del hotel y coma bien. Mañana a las 8:30 a.m. le espero en el lobby del Dayamondo Hoteru…”   

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Por lo visto, aquello que vuelve único a un individuo es precisamente lo que debe a su interacción con los demás y acaso su irrepetible singularidad sea directamente proporcional a la amplitud y diversidad de sus relaciones, las cuales con el auxilio de la imaginación pueden extenderse incluso más allá de la realidad y del presente, merced a las obras artísticas y los tratados de historia. Es por eso que, por un lado, uno no puede dejar de experimentar cierto sentimiento de inexactitud cuando utiliza la palabra “yo” para contar “sus” experiencias, y por otro, nunca pierde el interés de conocer, con curiosidad tanto más profunda cuánto más singular resulta la persona, quiénes y qué circunstancias influyeron en ella, cuál fue el camino de su formación. 
Justo ese fue el sentimiento que despertó en nosotros, sus alumnos, el profesor Matsuo, quien todavía hoy con 84 años de edad sigue siendo para nosotros tan insustituible que siempre tratamos de mantenernos en contacto con él, cualquiera que sea el lugar del mundo en que nos encontremos.
Sakanoue-no-Tamuramaro
Recuerdo que en cierta ocasión, durante una clase, Matsuo nos preguntó a cada uno cuál era el antecesor familiar más antiguo que conocíamos. Se asombró mucho cuando supo que en Cuba pocas eran las familias que recordaban sus antecedentes más allá de sus bisabuelos. “Pues en mi familia – le escuchamos decir, incrédulos – el antecesor más antiguo que recordamos se remonta al siglo VIII, a principios de la época Heian”.
Sólo años después supe que ese ancestro, cuyo título o kabane () era Matsuo (松尾), había sido uno de los generales al servicio del legendario Sakanoue-no-Tamuramaro (758-811), quien desde su juventud había participado en las guerras contra los ezos (蝦夷) en el norteño dominio de Mutsu (陸奥) y en 797 había llegado a obtener el título de Seiitaishōgun (征夷大将軍), es decir, de generalísimo vencedor de los ezos o "bárbaros del norte".
El profesor Matsuo recuerda que todavía en su niñez en su casa de Morioka se conservaban antiguas armas, tanto sables, como lanzas. Sin embargo, durante la época Edo (1603-1867) sus antecesores no habían sido bushis (武士), sino gōshis (郷士), en otras palabras, formaban parte de un estrato social “mixto”, compuesto por campesinos que recibían tratamiento de bushis y, en consecuencia, estaban autorizados a portar armas, teniendo la obligación de labrar la tierra en tiempo de paz, pero también de pelear en tiempo de guerra.   
En la Escuela Secundaria
de Morioka
En la formación básica de Matsuo confluyeron, por tanto, al menos dos corrientes de influencias: una de procedencia agrícola, y otra marcial. Quizás esto explique la singularidad de su carácter en el que la dureza se combina con la suavidad en adecuada proporción, como en la tetera de Nambu, cuya delicadeza está hecha de hierro en lugar de arcilla.
Aunque hacia 1928, el año de su nacimiento, la situación específica de su provincia se había transformado considerablemente, no resultaba fácil romper la fuerte inercia del período precedente, lo cual explica acaso la orientación primera que su camino vital tuvo que asumir siguiendo las tendencias del contexto: “Después de la Restauración de Meiji, la gente del centro solía decir despectivamente de los habitantes de Nambu que veinte o treinta de ellos no valía más que lo que valen hoy unos diez yenes (南部人は一山百文). Considerados prácticamente como rebeldes enemigos de la corte (賊軍), si bien el señor del dominio era una excepción, el común de sus miembros tenía, por lo visto, que seguir llevando su miserable vida sin otro orgullo que el de ser bushis. No hay dudas de que en medio de esa situación la única esperanza era hacerse militar (軍人)” (Matsuo 2005, 28).
En la Academia militar juvenil
Así, después de estudiar en la escuela secundaria de Morioka, que seguía el viejo sistema de enseñanza (旧制盛岡中学校) y de la cual se habían graduado generales como Yonai Mitsumasa (1880-1948), Itagaki Seishirō (1885-1948) y Oikawa Koshirō (1883-1958), el joven Matsuo ingresó en la Academia militar juvenil de Tōkyō, en la cual se concentraba entonces “la quintaesencia del militarismo”.
Y pese a todo, ni siquiera en medio de las circunstancias extremas del Japón de entonces, que como un proyectil imparable penetraba en lo más hondo de la noche de la guerra, pudo la intensidad y la uniformadora influencia de la propaganda fascista inundar hasta el mínimo resquicio el alma de las personas, ahogar en su último refugio a la individualidad. Esta suele ser tan fuerte como el impulso vital y hacerse consciente de su vocación así sea en los rudos términos de un lenguaje que le resulta totalmente ajeno. En el caso de Matsuo esto ocurrió precisamente cuando era un cadete adolescente, en medio de la solemnidad y la pompa de una revista militar de año nuevo: “Ese día todos los alumnos nos levantamos bien temprano, tomamos un baño en el suifuro, nos pusimos un fundoshi nuevo y asistimos al desfile. El tennō montaba un inmaculado corcel blanco y cuando el director de la academia dio la voz de mando de ‘kashira, migui’ (¡vista derecha!), levantó su mano enguantada de blanco para responder al saludo militar. En esa posición pasó frente a nosotros hasta llegar a la formación de cadetes contigua. Cuando el emperador se presentó ante nosotros, mi corazón gritó: ‘¡Ah! ¡Es un Dios viviente!’. Pero seguidamente, guardando la debida distancia, continuó el desfile de los agregados militares de las embajadas de los países extranjeros, quienes iban montados en sus caballos. Eran como treinta y tantos, y marchaban unos tras otros vestidos en sus uniformes de gala rojos, azules y blancos. En sus pechos brillaban las condecoraciones y lucían con esplendor anchas bandas ceremoniales atravesadas del hombro a la cadera. Además, pasaban ante nosotros conversando amigablemente entre sí. La imagen de sus figuras ecuestres penetró en mis ojos como un símbolo de los diversos países extranjeros, y en ese momento exclamé en mi corazón: ‘¡seré agregado militar de embajada!’. Esto era absolutamente incompatible con el espíritu de morir en el campo de batalla gritando ‘¡tennō heika banzai!’, pero en ese momento no me percaté para nada de semejante contradicción” (Ibidem, 36-37).
Después de culminada la guerra, a través de un camino sinuoso que lo llevó de agricultor a ascensorista en un hospedaje de oficiales norteamericanos, de profesor de inglés de una escuela secundaria a trabajador de una empresa, y más tarde, de fundador  jefe de la comercializadora de productos químicos Keihin Sangyō Kabushikigaisha (京浜産業株式会社) a especialista miembro de la Japan Silver Volunteers, el profesor Matsuo Takeya mantuvo siempre vivo su interés por el conocimiento de otros pueblos, además del inglés, estudió largos años la lengua y la literatura francesas, y al paso del tiempo llegó a visitar sesenta y siete países como viajero o cooperante internacional, aunque todavía hoy sigue abrigando la esperanza de poder conocer muchos otros. Ha publicado varios libros que recogen sus experiencias y son los frutos de una vocación literaria que descubrió tempranamente, en las aulas de la vieja escuela primaria de Morioka.
El profesor Matsuo Takeya
Cuando le conocimos en La Habana nada sabíamos de sus antecedentes. La agradable fluidez del intercambio en el presente desplazaba a segundo plano a la individualidad y a su pasado, y Matsuo era en su trato tan afable que hacía que su otredad y la de su lengua desaparecieran mágicamente en la conversación, como suelen esfumarse la tetera, las tazas y el té en medio de la comunicación que facilitan. Y sin embargo, qué hermosos son esos intervalos de silencio en los que el juego de té reaparece sobre la mesa y de pronto vuelve a importar, no lo que los individuos o las cosas hacen, sino lo que son y representan. Hoy, cada vez que utilizo la tetera de Iwachū me recuerdo de Matsuo. Por él la Nambu tetsubin es para mí mucho más que una tetera, y Nihon mucho más que un país. Creo que sin necesidad de ser agregado de embajada, nunca tuvo Japón un mejor representante.     
Gustavo Pita Céspedes
InterAsia


Bibliografía:
Matsuo, Takeya [松尾威哉] (2005) El curso del Mekong. Tristezas y alegrías de un cooperante internacional (『メコンの流れ。国際ボランティア泣き笑い』). Tokio: Chūō Kōron Jigyō Shuppan (中央公論事業出版).
Matsuo, Takeya [松尾威哉] (1994) Luces y sombras de Cuba: crónica de los tres años de estancia de un profesor de japonés cooperante. (『キューバの光と影:ボランティア日本語教師三年の記録』). Tokio: Chūō Kōron Jigyō Shuppan (中央公論事業出版).
Matsuo, Takeya [松尾威哉] (1989) La madre Rus: notas de un viaje a través de la Rusia soviética. (『母なるルーシ:ロシア・ソビエト横断記』). Tokio: Chūō Kōron Jigyō Shuppan (中央公論事業出版).

2 comentaris:

  1. Непередаваемые эмоции - огромное спасибо!
    Для меня было большим счастьем быть знакомой с Мастером!

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  2. Я очень рад, что моя статья оказалась интересной для Вас. Спасибо Вам за комментарий. Густаво

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