Sobre el “Elogio del qi gong” de Mario Vargas Llosa

El que una persona practique el Qi Gong para recuperar su tranquilidad espiritual y su salud sin que le preocupe para nada su tradición y filosofía puede parecernos loable, dejarnos indiferentes o pasar inadvertido en un mundo pragmático y consumista como el nuestro. Lo que sí no debería dejar de provocar en nosotros una respuesta es que esa persona nos induzca a asumir su propia “filosofía de la historia” con argumentos que supuestamente encuentran su confirmación en la misma naturaleza de esa práctica, de cuya historia y filosofía se desentiende. Mucho menos cuando esa persona es alguien de tanto peso cultural y persuasión mediática como Mario Vargas Llosa. 
Y es que tras la lectura de su “Elogio del qi gong”, aparte de su ratificación personal de los efectos que comúnmente suelen atribuirse a su ejercitación y de la elaborada descripción de las agradables sensaciones que ella aporta a su autor durante sus disciplinadas estancias veraniegas en la clínica Buchinger de Marbella, lo que nos queda finalmente como ganancia neta en el mejor de los casos es un compendio de los presupuestos cosmovisivos del escritor más su receta de cómo curar el mundo. 
¿Cuáles son pues esos presupuestos y, en consonancia con ellos, la milagrosa receta? 
En realidad, tampoco en ellos encontramos mucho de original: en el ser humano hay algo “de primitivo y bestial”, o por decirlo de un modo más claro, “una innata violencia en bruto”, o de una manera aún más concreta: “una bestia despiadada, ávida de deseos”. Cuando esta “escapa de los barrotes en que la civilización y la cultura la mantienen sujeta, provoca los cataclismos de que está jalonado el acontecer humano.” Ahora bien, desde un punto de vista psicológico, la raíz de todas las violencias humanas son “las tensiones instintivas y efervescentes”, y lamentablemente en el ámbito de la psicología social, las colectividades que habitan este pobre planeta suelen ser “más sensibles a la pasión que a la razón”, de modo que la pasión “– ya no es imposible – podría terminar despoblándolo.” Para evitarlo, así como para mejorar y embellecer nuestras vidas, los seres humanos debiéramos entonces emplear masivamente un medio que nos permitiera liberarnos de nuestra “agresividad congénita”. Con su ayuda, a la par de descargar “la ferocidad que nos habita” cada una de nuestras acciones sería realizada con calma y delicadeza. Pues bien, resulta que ese milagroso remedio contra el mal humor y la desmoralización es una “técnica milenaria china”: el Qi Gong. 
Sin ir demasiado lejos, acaso ya una relectura de la historia de la filosofía europea le habría permitido al autor cuestionarse por qué entonces nada menos que un connotado defensor de la razón escribió en el siglo XIX que “nada grande se ha logrado en el mundo sin la pasión”; pero precisamente en este punto un repaso de la tradición filosófica china quizás le habría proporcionado a su reflexión premisas menos… veraniegas.
Ante todo, la violencia que seguimos padeciendo no es una cualidad ni “primitiva” ni “bestial”. Por otra parte, no es ella la causa de “las guerras, las miserias y sufrimientos” de la humanidad. La causa está, por el contrario, en el orden mundial y la verdad es que este sigue obedeciendo más a los dictados de la razón, el cálculo económico y la “civilización” que a la “pasión”, aunque sus efectos sean tan absurdos como que de un lado encontremos ciudades deshabitadas y, de otro, gente desahuciada; en un extremo, gente sin dinero para comer, y en el opuesto, otras que pagan para pasar hambre buenas sumas. 
Precisamente ese orden, sostenido sobre un fundamento mucho más sólido y mediante recursos mucho más sutiles y efectivos que la mera violencia, es el que no permite, ni permitirá mientras no cambie, que “los miles de millones de bípedos de este planeta” dediquen “cada mañana media hora a hacer qi gong”. Pero incluso si algún día llega a cambiar, y a haber realmente millones de seres humanos que cada mañana se dediquen a su práctica, es muy probable que sus motivos para hacerlo sean ya menos “mal humorados” que el de “embridar a la bestia despiadada, ávida de deseos.” 
Ni en los individuos humanos ni en su sociedad hay nada que sea fatalmente “natural” e incambiable. Si en ellos hay algo de “primitivo” y “bestial” es justo el resultado de su “civilización” y su “razón”, y para sacarle provecho no hacen falta las artes marciales: bastan las nada inocentes bondades del mercado capitalista en el que, con dinero, todo se vende y todo se compra, hasta la inocencia y la impasibilidad al deseo. No en balde, como contrapartida, el ejército e incluso la guerra acaban por parecerles a muchos verdaderas escuelas de humanidad y de vida. 
La violencia que las artes marciales “perfeccionan” y “organizan” no es ni “bestial”, ni innata. Pero para comprenderlo no alcanzan las “robinsonadas literarias”. Hay que estudiar la historia. En esta, la violencia es una creación social, y su “organización” y “perfeccionamiento” sólo se hace posible sobre la premisa de una sociedad que ya ha aprendido a conocer y aquilatar los efectos respectivos del orden y el caos, de la conciliación y el conflicto. En este sentido, como mismo la existencia de los individuos presupone la de la sociedad, la de las artes marciales presupone las de la guerra y la práctica militar. Y en la historia aprendemos que de estas puede surgir también la paz y la armonía como mismo la verdad puede inferirse del extravío y la falsedad. No hay pues nada raro en el hecho de que, con los siglos, el objetivo de dichas artes pueda haber llegado a ser justamente el opuesto de “convertir al ser humano en una máquina de matar.” Por lo demás, la “violencia”, la “delicadeza” son funcionales, no cualidades fijas, atribuibles a determinados objetos o sujetos, cosas o personas específicos, sino en todo caso al modo en que se relacionan. Según el contexto histórico, el propio Qi Gong ha traído a sus practicantes tanto momentos de calma como de “tensiones, preocupaciones, sobresaltos y desvelos”, y muy al contrario de la “ética samurái”, algo tan delicado como la ceremonia del té ha sido enarbolado precisamente como símbolo de un panasiatismo irreconciliable frente a “la invasión occidental”. 
Por otra parte, si la práctica del Qi Gong encaja perfectamente en el orden de cosas imperante en esta Europa de principios del tercer milenio ¿cómo podríamos aceptar sin más que se trata de una “técnica milenaria china.” Si como afirma el autor, “no sólo en el dominio de las artes y las letras, sino también en la vida rutinaria de las personas” “la forma crea el contenido,” ¿qué tipo de contenido cabe esperar entonces que pueda crear la forma que asume en este contexto dicha práctica? 
Sin hablar ya de intervalos temporales más amplios, cabe preguntarse: ejercitada durante 27 años por el autor, aprendida primeramente de un cubano educado en Norteamérica y practicada ahora bajo la guía de una profesora alemana, ¿como habría podido esta “técnica milenaria” dejar de asimilar al menos la transformadora influencia de los maestros y de su discípulo? La práctica acaba amoldándose a su época y, a través de ella, a sus practicantes, y aunque la indagación en su devenir histórico no pueda hacernos “recuperar el tiempo perdido”, es sin embargo una de las maneras a nuestro alcance de tratar de poner “entre paréntesis” su estado actual, de desacomodarla de las circunstancias que moldean a diario nuestras vidas y conciencias. 
Eso y mucho más nos permite el estudio de esa misma historia que el autor “no tiene mucho interés en averiguar”, lo cual, por supuesto, es libertad suya, pero no el que venga a ofrecernos a cambio una de esas “mucilaginosas retóricas bobaliconas y pseudorreligiosas con las que suele autodignificarse” el discurso liberalista.

Gustavo Pita Céspedes

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